EL PUENTE DE BARCAS

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lunes, 16 de abril de 2012

FERNADO EL DEL RINCONCILLO (archivo 16/04/2012:ABC/autor:Francisco Robles


«Te están echando de menos, / por los pasitos que en ellas dabas, / las losetitas del suelo». Cogemos al vuelo los versos de Moreno Galván y los recitamos en El Rinconcillo, ese templo del saber beber, del saber estar, del saber hablar... y del saber callar. Como andamos cortitos con sifón, hemos recortado los tientos del poeta morisco para darle un tiento al coronel, ese valdepeñas fresquito servido en vaso de duralex, sed lex. Las losetitas del suelo están pidiendo que vuelva Fernando, el camarero que lleva una tiza en la oreja como Rodríguez Ojeda lleva una aguja en la mano para bordar en el palio de la Macarena las dos frases que guían nuestra existencia: Esperanza Nuestra y Estrella de la Mañana. Fernando hace lo propio cuando deja los pavías crujientes sobre ese canasto de caoba que en Sevilla se llama el mostrador. Porque Fernando no es un camarero cualquiera, sino el ayuda de cámara que quería ser Velázquez cuando se fue a Madrid.
Fernando es el ayuda de cámara que necesita esta ciudad para no perder su aristocracia tabernaria. Por eso los adictos al Rinconcillo estamos deseando que regrese para que todo esté en orden, para que las espinacas con garbanzos se posen en la barra con la misma exactitud que el palio de la Esperanza en la calle Feria: por algo desde los cristales de la tienda se ve el rótulo donde aparece el nombre del capataz Manolo Santiago. Al otro lado de Santa Catalina, cuando uno era un JASR —joven aunque soberanamante rancio— Fernando despachaba esa tapa que se ha ido perdiendo: el huevo a la flamenca acompañado de un pavía. Entonces trabajaba en el 6:40, aquel bar que hacía casi esquina con el arranque de Alhóndiga. Una ciudad donde es noticia que un camarero falte a la cita con sus clientes es una ciudad donde merece la pena vivir. Cuando regrese a su puesto de mando y de comanda, cuando vuelva a pedir la media del mismo jamón que se come la duquesa de Alba, que por algo es vecina del barrio, podremos decir que todo vuelve a ser igual. Los ayudas de cámara del Rinconcillo van de negro como de negro iban los aposentadores de Felipe IV aunque allí se estile más Carlos III, que tiene nombre de coñac. Y pintan con la misma tiza que nos enseñó a sumar en las pizarras de la infancia, ese territorio donde el tiempo es idéntico al que se detiene entre las paredes de este monumento al buen vivir. El tiempo sin tiempo del niño es el tiempo sin tiempo del que espera un tinto.
El coronel de García Márquez no tiene quien le escriba. El coronel del Rinconcillo sí tiene quien le escriba su precio —el valor es incalculable— en la venerable caoba del mostrador. Se llama Fernando y es el camarero que nos ha servido el artículo en su punto de fritura, como un pavía al que hay que darle tiempo antes de entrar a matar. Mientras haya un grupo de sevillanos que estén pendientes del regreso de un camarero a su puesto de mando, la ciudad estará a salvo.

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